domingo, diciembre 07, 2008

Un cielo nuevo y una tierra nueva


Comentarios a la segunda carta de san Pedro

2 Pe 3, 8-14
El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan.

Estas palabras de Pedro nos tocan muy adentro. A menudo elevamos nuestras plegarias a Dios, angustiados e impacientes, y nos desanimamos cuando éste parece no responder. Queremos soluciones rápidas y Dios tiene otros ritmos, que nos cuesta comprender. Por eso, muchas personas se irritan y acaban clamando contra el cielo. Dios no escucha, dicen. Dios “pasa” de la humanidad. Se ríe, juega con nosotros.

Los seres humanos podemos perder la paciencia… ¡pero Dios no la pierde! Ante nuestra obcecación, él aguarda, enviándonos muchos signos de su amor, esperando que un día veamos claro cuánto nos ama y nos convirtamos. No quiere que nos consumamos en nuestra desesperación, sino que comencemos a vivir de otra manera, más serena, más profunda y con una visión trascendente de las cosas.

¿Llegaremos a entenderlo? Necesitamos calma, tiempo y silencio para escuchar esos signos… Y si esto aún no es necesario, tal vez la vida nos golpeará con situaciones que nos obligarán a detenernos y a recapacitar.

Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.

Ahora, las frases del apóstol tienen ecos proféticos y más de uno puede pensar: ¡ingenuidad de los cristianos! Suenan muy bien, pero no dejan de ser “música celestial”. ¿Dónde están ese cielo nuevo y esa tierra nueva? ¿No serán una utopía apta para mentes simples e inocentes?

Pedro nos da una pista: “apresurad la venida del Señor”. Esa venida no es un hecho futuro. Dios ya ha venido. Su llegada es inminente y se produce, día tras día, cada vez que alguien le abre su corazón y se deja penetrar por su fuego. Ese cielo nuevo y esa tierra nueva no son algo lejano e irreal, sino algo que está en nuestras manos; es una realidad que podemos construir ahora mismo, y cada día. Estamos viviendo ya ese cielo nuevo y esa tierra nueva cuando permanecemos alerta, vigilantes, y cuando nuestra vida se convierte en donación amorosa y en servicio alegre a los demás.

Esa justicia de la que habla Pedro no es simple legislación humana. La justicia, en la Biblia, alude siempre a la “justicia de Dios”. ¿Y cuál es esta justicia? No es otra que su amor desmesurado, que se derrama “sobre justos y pecadores”, sin distinción. Por tanto, la característica esencial de ese mundo nuevo es justamente ésta: el amor incondicional, sin medida, sin límites, y a todos. El mundo nuevo está formado por hombres y mujeres que, al igual que Jesús, han aprendido que dar toda su vida a los demás es encontrar la plenitud.

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