domingo, febrero 03, 2008

Los pobres de espíritu, ricos de Dios

Primera carta a los Corintios (1Co 1, 26-31)

En tiempos de San Pablo, como hoy, el mundo intelectual, la fama y el reconocimiento brillan y son deseables por todos. Pero San Pablo alerta a los cristianos de su comunidad. A los ojos de Dios, las cosas son distintas. Él escoge a quienes quiere y se complace, a menudo, en personas sencillas, ordinarias, que no destacan especialmente. Incluso, a veces, decide elegir a los que el mundo rechaza o desprecia. Pero Pablo sigue: aún sin merecerlo, Jesús nos da la sabiduría, la justicia, la felicidad. Si de algo podemos gloriarnos, no es de nosotros mismos sino de la bondad desbordante de Dios. “Quien se gloríe, que se gloríe en el Señor”: esta es una perfecta descripción de la pobreza de espíritu, de la que habla Jesús en el sermón de la montaña. No se trata de pobreza material, sino de tener el corazón, el alma, la vida entera, abierta, dispuesta a recibir a Dios. Se trata de reconocer que no somos autosuficientes, infinitos y todopoderosos. Toda nuestra riqueza es el amor de Dios, y nuestra única gloria es ser hijos suyos.

Dios conoce nuestras flaquezas y nuestros múltiples vacíos. Pero si los abrimos a él, si le ofrecemos nuestras lagunas y carencias, él las llenará a rebosar de sus dones.

Y Dios nos dará tal fuerza que el mundo se sorprenderá. “lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder”, dice Pablo. La fortaleza de Dios sobrepasa los límites humanos y sólo la pueden recibir aquellos que han renunciado a sus propias seguridades y a su vanidad y sólo confían en Él. Por eso la persona humilde que ha depositado en Dios su confianza es capaz de obras que pueden parecer proezas, y aquellos que parecen más débiles pueden llegar a resistir toda clase de embates. En palabras del apóstol: "Todo lo puedo en aquel que me conforta".

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