El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que penetra en el interior de los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe interceder a favor del pueblo santo como Dios quiere.
Rm 8, 26-27
Muchas veces, las personas rezamos de manera un tanto superficial. Pedimos lo que deseamos y sólo pensamos en aliviar nuestro sufrimiento o nuestras preocupaciones más inmediatas. Incluso pedimos cosas que, a la larga, pueden ser inútiles o perjudiciales para nosotros.
Rm 8, 26-27
Muchas veces, las personas rezamos de manera un tanto superficial. Pedimos lo que deseamos y sólo pensamos en aliviar nuestro sufrimiento o nuestras preocupaciones más inmediatas. Incluso pedimos cosas que, a la larga, pueden ser inútiles o perjudiciales para nosotros.
Las palabras de Pablo nos invitan a una oración más serena y profunda, una plegaria desde el regazo de Dios. En la oración buscamos el retiro y el silencio, pero nunca estamos solos. Con nosotros está Dios, presente en todas sus personas. Y la verdadera oración no se limita a un recitar angustioso de ruegos y lamentos, sino que es un reposar, confiado, en manos de Dios. El verdadero silencio tampoco es físico, sino del alma: se da cuando sabemos acallar nuestro parloteo interior y comenzamos a escuchar la voz de Dios.
Es entonces cuando el Espíritu reza con nosotros. Él conoce hasta el más íntimo recodo de nuestra alma, sabe de nuestras aspiraciones, deseos y sueños. Sabe lo que ansía nuestro corazón y también sabe lo que nos conviene. El Espíritu Santo es nuestro maestro de oración: él reza por nosotros, y le pide a Dios Padre aquello que verdaderamente puede saciar nuestra sed.
En el mensaje de Pablo se oye un eco de Jesús: “Os enviaré al Defensor, que os acompañará siempre”. Sí, el Espíritu Santo es nuestro abogado, mediador y defensor. Él tiende puentes entre nuestro corazón enquistado y el corazón de Dios. Cuando no sabemos rezar, él pide por nosotros. Cuando nos faltan las fuerzas, él viene en nuestro auxilio.
Meditando despacio estas palabras del apóstol, comprenderemos cuán importante es, para la vida de un cristiano, contar siempre con este aliado, este “dulce huésped del alma”, este amigo incondicional que prende el fuego de Dios en nosotros: el Espíritu Santo.
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