En su carta a los romanos, Pablo habla largamente de uno de los temas clave de su predicación: la ley y la gracia. La Ley judía recoge una rica tradición y la consciencia de pecado del hombre que se aparta de Dios. Pablo reconoce que la tendencia a pecar existe desde el comienzo de la humanidad, aunque la persona sea inconsciente. También vincula el pecado a la muerte, y no sólo a la muerte natural, sino a una muerte mucho más terrible: la muerte del alma que se marchita, falta de fe y de sentido. La ley nos hace reconocer la culpa y distinguir entre el bien y el mal. Y esto es necesario, pues nos permite emprender un camino de reconciliación y purificación interior. Sin embargo, no es la ley la que nos salva. No son la doctrina ni los mandamientos lo que nos librará de la muerte, sino la gracia de Dios.
Es fácil caer en el pesimismo y desilusionarse ante la fragilidad de la naturaleza humana. Pero Pablo aporta un mensaje esperanzador: el amor de Dios es infinitamente mayor que nuestros fallos. Es más poderoso incluso que la muerte. Y Pablo compara a Adán, el hombre que desconfió y cayó en la tentación, con Cristo, que la superó y se abandonó en brazos del Padre para cumplir su voluntad. La entrega de Jesús ha bastado para abrirnos el cielo y salvarnos a todos.
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