domingo, mayo 04, 2008

Que Dios ilumine vuestro corazón

Comentario de la Carta a los cristianos de Efeso (Ef 1, 17-23)

San Pablo comienza este fragmento de su carta con una oración: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama…”

Es una plegaria ardiente y justificada. Pablo, que vive de forma apasionada su vocación, quiere que todos los creyentes nos contagiemos de ese entusiasmo, e insiste una y otra vez. “Que Dios abra los ojos de vuestro corazón para comprender…”

Es muy posible que a los cristianos de hace dos mil años comenzara a sucederles como a nosotros. Tras haber recibido la alegría de la buena nueva, tras convertirse y creer en Jesucristo, tal vez les resultaba difícil cambiar efectivamente de vida y de forma de pensar. Lo mismo nos ocurre hoy. Podemos creer, pero nos cuesta salir de nuestras rutinas y de nuestros esquemas mentales. ¿Cómo hacer para que la fe sea más que un barniz cultural, más que una costumbre o un sistema de valores heredados?

Pablo nos exhorta continuamente a convertir la fe en una experiencia palpable, que sacuda nuestra inercia y revolucione nuestra vida. ¿Somos conscientes del don que hemos recibido de Dios? ¿Nos damos cuenta de la enorme riqueza que nos depara?

El apóstol vuelve a recordarnos lo que significa para los cristianos el hecho de que Jesús resucitara. Con palabras que quizás nos resultan lejanas, pero que no pierden su energía, nos dice que Dios ha sentado a su Hijo “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación”. Los poderes del mundo no son nada, al lado de la fuerza de Dios. La injusticia y el mal se estrellan como olas ante la roca firme de ese amor sublime, que arde entre el Padre y el Hijo. Nada resiste el soplo del Espíritu Santo. Y esa fuerza del amor, ese poder, Dios nos los da a través de Jesucristo. No se reserva nada para sí, nos lo entrega todo.

No se trata de un poder dominador, que nos capacite para oprimir y sojuzgar a los demás. Tampoco se trata de violencia, ni de una autoridad ganada por el miedo. El poder de Dios está por encima de nuestras categorías humanas. Está por encima de la misma muerte.

Pablo acaba esta exhortación recordándonos que los cristianos somos una familia. Somos cuerpo de Cristo y unidos a él, llegaremos al mismo cielo que él abrió para nosotros. Es una llamada a no desmembrarnos, a recordar que por nosotros solos no podemos ser dioses, ni perfectos, ni alcanzar la plenitud.

Hoy día, se estila mucho hablar de la autonomía personal y del valor del individuo en sí mismo. Las personas, incluso muchas que se consideran cristianas, son reacias a que haya mediación alguna entre ellas y Dios. Piensan que la Iglesia es innecesaria para su vida espiritual y, siguiendo esta forma de pensar, la figura de Jesús también resulta prescindible. Quizás es ahora cuando deberíamos recordar que nuestra Iglesia, antes que una organización, es una familia. Y que nuestra fe, antes que una doctrina, es una vivencia. O, mejor aún, es una historia de amor. Con sus claroscuros, la historia de nuestra familia cristiana es la aventura que emprendió Dios un buen día, movido por su apasionado amor hacia el ser humano.

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