domingo, julio 23, 2006

María Magdalena

Inmaculada

La publicación del Código da Vinci y varios reportajes televisivos han hecho correr ríos de tinta sobre este personaje femenino que siempre ha fascinado y que ha suscitado encendidas y apasionadas polémicas.

Quisiera ofrecer aquí otra visión de María Magdalena, muy modestamente y a partir de la simple lectura y profundización de los evangelios y de la vivencia de una mujer que se siente amada por Dios.

María Magdalena es una de las mayores santas de la Iglesia. Junto con María, la Madre de Jesús, es llamada "inmaculada", es decir, pura, sin mancha. Son las únicas santas que reciben este apelativo. Ambas resplandecen y son modelos para la mujer creyente de hoy. De dos maneras diferentes, ambas tienen un protagonismo especial en la historia de Dios y la humanidad.

La denominación de inmaculada aplicada a las dos Marías no es algo reciente, sino que se remonta a los padres de la Iglesia, allá por los siglos V y VI de nuestra era. Así como María de Nazaret es inmaculada desde su misma concepción, por la gracia, como explican los teólogos, María de Magdala es inmaculada "por la penitencia". Y por penitencia no debemos entender castigo o mortificaciones sin fin. Penitencia, en su sentido etimológico, significa limpieza. María Magdalena fue limpia porque, como cuentan los evangelios, "amó mucho". Ese amor y la confianza en Jesús hicieron posible que éste, en palabras bíblicas, "sacara de ella siete demonios". También debemos interpretar esta frase. Por demonio se designa el mal, todo aquello que puede causarnos daño y alejarnos de Dios. Siete es el número de la plenitud, de la totalidad. Decir que le fueron sacados siete demonios significa que María Magdalena había quedado totalmente limpia de cualquier mal que pudiera albergar en su interior. Así, por un camino diferente, llega a un estado de gracia similar al de la Virgen María. Ambas son nítidas y transparentes y su corazón está abierto para recibir a raudales todo el amor que Dios quiere depositar en ellas. Con ese amor, también llegará una gran misión.

La familia de Jesús

Los evangelios son narraciones sobrias y sumamente poéticas, llenas de simbolismos que deben interpretarse sin frivolidad. No entran en muchos detalles en cuanto a las vidas de sus personajes, pero dejan entrever mucho. Todos los historiadores y teólogos serios que han estudiado a fondo los evangelios y su contexto coinciden en señalar que Jesús fue un hombre célibe. De haber estado casado y haber tenido hijos, como la mayoría de rabinos judíos, este hecho hubiera sido inmediatamente destacado y mencionado en los evangelios. No hubiera tenido sentido ocultar una verdad tan evidente, cuando el celibato era, en aquella época, una opción de vida minoritaria y no muy bien considerada.

Pero Jesús no vivía aislado. En un conocido pasaje evangélico su parentela acude a buscarlo. Jesús señala a sus discípulos, aquel grupo de amigos que lo seguía a todas partes y a quienes, seguramente, a menudo acompañaban también algunas mujeres. Dice: "Estos son mi padre, mi madre y mis hermanos". La concepción de familia de Jesús va más allá de los vínculos de sangre. Alude a la familia espiritual, no menos sólida que la natural, unida por un mismo espíritu. Y en esta familia espiritual, Jesús no discrimina a nadie, elevando a la mujer a la misma altura que el hombre en valor y dignidad. Son muchos y diversos los episodios evangélicos en que Jesús rompe con los tabúes que marginan a la mujer en la sociedad hebrea.

Las primeras apóstolas

María Magdalena era una entre las mujeres que seguían a Jesús en sus viajes. A buen seguro, todas ellas formaban un grupo extraordinario. Valerosas, entregadas y sumamente providentes, posiblemente muchas de ellas contribuían a sostener económicamente el grupo de los apóstoles y los ayudaban en su labor, cada una como podía. Algunas de ellas eran parientes de Jesús y de sus discípulos –su propia madre, una tía de Jesús, la madre de los Zebedeos… Otras eran incluso señoras de buena posición, como la esposa de Cusa, un administrador de Herodes. Posiblemente María Magdalena era también una mujer bien situada y con recursos. El valor de estas seguidoras de Jesús se ve patente en los momentos más críticos. Cuando los discípulos lo abandonan, a las puertas de la muerte, y huyen por temor a las represalias de judíos y romanos, ellas ignoran todo riesgo y siguen a su maestro hasta el pie de la cruz. La Iglesia nace sostenida por el valor de un puñado de mujeres.

Un amor nuevo y libre

Entre todas ellas, María Magdalena brilla con una luz especial. Posiblemente porque, como aquel discípulo "a quien Jesús amaba", también ella había amado mucho. Es la primera a quien se aparece Jesús resucitado. La escena del huerto, junto al sepulcro, es comparada por algunos autores con el Cantar de los Cantares. María busca a su maestro. "Me levantaré, y daré vueltas por la ciudad, y buscaré por calles y plazas al amado de mi alma", reza el Cantar. Cuando ve a Jesús, sin reconocerlo, pregunta: "¿Dónde lo has puesto? Si te lo has llevado tú, muéstrame dónde está, que me lo llevaré?". Resuenan como un eco las palabras de la Amada en busca del Amado: "Lo anduve buscando y no lo encontré… ¿No habéis visto al amado de mi alma?"

Y Jesús le abre los ojos llamándola por su nombre: "María". Ella se arroja a sus pies y lo abraza con fuerza. "Cuando a pocos pasos me encontré con el que adora mi alma, le así, y no le soltaré…", dice la esposa del Cantar de los Cantares. Jesús le responde con unas palabras que pueden resultar incomprensibles. "Déjame, que aún no he ido al Padre".

Con este gesto, Jesús no la está rechazando, ni rechaza el amor humano. Está dando un paso más allá hacia un amor enaltecido. El amor verdadero no posee, no agarra ni sujeta a nadie. El amor, antes que de nadie, es de Dios. Pasado por Dios, como metal forjado al fuego, ese amor se libera, se despoja de todo poder, de toda ansia de dominación, y se fortalece hasta el infinito. En ese encuentro, después de la resurrección, María Magdalena aprende el amor gratuito y libre de los que se sienten hijos amados de Dios.

La mujer, santuario

Es llamada "apóstola de los apóstoles", y esta denominación es muy antigua, aunque poco conocida y difundida. Es extraordinario que un texto, escrito hace casi dos mil años, en una época y en una cultura patriarcal donde la mujer era menospreciada, señale a las mujeres como las primeras en ver a Jesús, Dios hecho hombre, resucitado. Esto no es algo trivial. Su mensaje es muy claro. Dios siempre ha confiado en la mujer. Confió su humanidad a sus entrañas, confió el anuncio de la resurrección a su corazón, abierto y sensible. Y confió en ella el gozo de una vida inmarcesible.

María Magdalena es un espejo maravilloso donde cualquier mujer puede verse. Amada por Dios, tan sólo le basta un corazón tierno y abierto, un corazón que ha amado mucho para recibir a torrentes el gozo que lava toda tristeza y toda sombra. Toda mujer creyente de cualquier estado y condición está llamada, invitada, diría yo, con ternura, a ser inmaculada y a albergar dentro de sí al mismo Dios. La mujer es santuario. No necesita nada más. El mismo amor que la invade hará resplandecer su interior.

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