sábado, enero 14, 2006

Ana, o la maternidad generosa

Ana, la madre de Samuel, uno de los grandes profetas de la Biblia, es un personaje discreto cuya historia refleja la de otras muchas mujeres: las madres que consagraron a sus hijos a Dios.

La mujer estéril que se torna fértil

La historia de Ana es común a otros personajes bíblicos. Como Isabel, la madre de Juan Bautista, o la madre de Sansón, Ana era estéril y veía con desesperanza el transcurrir de los años sin experimentar el gozo de la maternidad.

Ana pone su angustia y su deseo en manos de Dios. Y él la escucha. Jamás Dios hizo oídos sordos a una súplica sincera. Pero Ana añade algo más: si tiene un hijo, lo consagrará al mismo Dios que se lo ha dado. Esta mujer sabe que, por encima de la paternidad biológica, existe otra paternidad mucho mayor, la del Dios que otorga la vida.

Ana engendra un niño, Samuel, que con los años será el profeta y consejero del rey David. Ella lo cría durante sus primeros años pero no olvida su promesa y, cuando tiene una edad suficiente, lo lleva al templo, donde lo deja al cuidado del sacerdote Helí, quien educará al niño hasta su adultez. Durante los años de crecimiento del niño, Ana no dejará de velar por su hijo, visitándolo y enviándole ropa. Pero lo hará discretamente, sin interferir en su formación como futuro sacerdote y profeta de su pueblo.

El magníficat de Ana

Ana no sólo tuvo un hijo. Después de Samuel vendrían otros cinco hijos, con lo cual su maternidad se vio colmada. Después de concebir a Samuel, la madre que era estéril eleva un cántico alborozado a Dios, que recuerda vivamente el Magníficat de María ante su prima Isabel:

Mi corazón salta de gozo en el Señor y mi frente se eleva a Dios...
Nadie es santo, como lo es el Señor: Nno hay otro fuera de ti, nadie es fuerte como tú.
No multipliquéis vuestras palabras altaneras, la arrogancia no salga más de vuestra boca.
El arco de los fuertes se ha quebrado y los flacos han sido revestidos de vigor.
El Señor empobrece y enriquece, levanta del polvo al mendigo y del estiércol ensalza al pobre, para que se siente entre los príncipes y ocupe un trono de gloria...


Así, Ana reconoce a un Dios magnánimo que ejerce justicia y es capaz de elevar al ser más pobre –no sólo pobre físicamente, sino al abatido, al humillado y al que se siente nada entre el polvo. Es decir, Dios enaltece y dignifica a todo ser humano, incluso a los que se sienten pequeños y a los que el mundo margina y considera inferiores –como muchas veces ha sucedido con la mujer. Dios enaltece a la mujer estéril, que en aquellos tiempos equivalía a ser despreciada como algo inútil.

Gratitud y desprendimiento

Pero Ana no se aferra al hijo que tanto deseaba. No lo retiene junto a sí ni lo considera una posesión suya. En su gesto desprendido y generoso brilla su madurez espiritual: sabe que lo ha recibido como un regalo, y así lo ofrece ella, como un don a su Dios. Ana sabe que su hijo no le pertenece. Cuántas madres dejarían de sufrir en vano si fueran conscientes de lo que Ana supo ver con tanta lucidez. Los hijos no son sólo de los padres. Son del mundo, de la vida, de Dios. Y Ana ofrece a su hijo a Dios para que cumpla su papel en el mundo.

Los sentimientos pueden ser de dulce añoranza, pero una madre adulta sabe aceptar que su nido se vacía y se alegra cuando ve volar a sus hijos, con fuerza y decisión. La auténtica maternidad es aquella que, después de volcar todo su amor en los hijos, los sabe entregar al mundo, soltándolos para que vuelen en libertad.

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