Yo duermo, pero mi corazón vela. Es la voz del amado que llama.
En mi lecho, por la noche, busqué al amado de mi alma. Le busqué, y no lo hallé.
Mucho antes que rompiera el alba, su corazón se había desvelado. Se levantó del agitado lecho, se inclinó sobre la jofaina y se lavó las manos y la cara. Se cepilló el cabello, larguísima cascada de ébano ondulado, y abandonó la alcoba.
La idea había sido suya. Con el apresuramiento y la víspera inminente de la Pascua, apenas había habido tiempo. José de Arimatea y Nicodemo habían sepultado al Maestro, envuelto en la sábana, sobre un lecho de aromas. Pero nadie había lavado y ungido el cuerpo. Y había sido ella, Miriam de Magdala, quien había salido a comprar los vasos de perfumes, casi a deshora, infringiendo el reposo del sábado. En el umbral la esperaban María de Cleofás y Salomé, la mujer de Zebedeo, con lienzos limpios y el pequeño capazo con los óleos fragantes.
Salieron caminando ligeras. La aurora teñía de arreboles el cielo diáfano de abril. La ciudad parecía desierta, sus pasos resonaban en las sinuosas callejas de adobe y cantos. Salieron por la puerta de Efraín, la de los mercaderes. A sus espaldas, el sol naciente besaba la orla de los muros de Jerusalén.
Avanzaban presurosas, cubiertas con sus velos. Miriam echó un vistazo furtivo a la colina de la Calavera. Las tres cruces seguían allí, descarnadas, rayando el cielo del alba.
Me levanté y di vueltas por la ciudad, por las calles y las plazas,
buscando al amado de mi alma.
Llegaron a la quebrada donde almendros y olivos crecían entre cicatrices de roca. Allí estaba el sepulcro. Como un bostezo en la peña, enorme y vacío. Esperándolas.
El corazón les dio un vuelco. La piedra de la entrada había sido corrida.
Se acercaron, con el alma en vilo. Y se asomaron a la boca. El grito murió en sus gargantas. El cuerpo había desaparecido.
Y un viento se agitó a sus espaldas. Alguien hablaba con ellas.
-¿A quién buscáis?
Se volvieron, sobresaltadas. Era un muchacho alto, vestido de blanco. La luz de la mañana relumbraba en su túnica.
- ¿Dónde está el Maestro?
- No está aquí. Ha salido, y os espera.
¿Cómo comprender sus palabras? Transidas de dolor, heridas por loca esperanza, las tres mujeres emprendieron el regreso.
Me levanté para abrir a mi amado. Pero mi amado, desvaneciéndose, había desaparecido. Mi alma salió por su palabra. Le busqué, mas no lo hallé.
Le llamé, mas no me respondió.
Los hombres se habían reunido entorno a la mesa. María de Nazaret había servido el pan, y ahora escanciaba vino en una jarra. Desayunaban en silencio, sin osar hacer ruido. El temor a represalias los había mantenido allí, aprisionados en aquella casa, durante dos días.
Las vieron llegar, agitadas. Simón Pedro se levantó al punto.
- Se lo han llevado –anunció María, la de Cleofás.
Ante el silencio incrédulo, habló de nuevo.
- No está en el sepulcro. Ha desaparecido.
-¡Estáis locas! –exclamó Pedro, indignado-. ¿Cómo van a habérselo llevado? ¡Había vigilancia! ¿No quedaron un par de legionarios?
-Han perdido el juicio, pobres mujeres –decía Tomás, entre desdeñoso y compasivo.
-¡No! –era la madre de los Zebedeos quien hablaba ahora. Fogosa como sus hijos, vehemente-. Nadie se lo ha llevado. Y no había rastro de los soldados. Se ha ido, ¡se ha ido! ¡Así nos lo ha dicho su ángel!
Varios ahogaron las risas, dolorosas y mordaces.
-¡Sí! Ahora resulta que habéis visto ángeles del cielo bajar y subir sobre su tumba…
Salomé iba a replicar, pero Miriam la detuvo, moviendo la cabeza con tristeza.
- Sea lo que sea –dijo Andrés, siempre práctico-. El Maestro no está en su tumba. Hay que averiguar lo que ha ocurrido.
Discutieron entre sí. La única que parecía ajena a todo era María, la madre. Serena y silenciosa, Miriam no podía entender cómo podía permanecer tan tranquila ante tal noticia. En su rostro sin edad apenas se adivinaba el tormento que había sufrido, tan sólo dos días antes. Había visto morir a su hijo, crucificado como un bandido, escarnecido como un farsante, vapuleado sin piedad. Y había recogido su cadáver al pie de la cruz. Ella recordaba bien cada instante. María había mecido a su hijo contra su pecho, aquel cuerpo hermoso y largo, roto y ensangrentado. Y lo había estrechado en sus brazos mientras clavaba la mirada al cielo, muda de dolor. Y ella, Miriam de Magdala, había besado sus pies, aquellos pies que tantas veces había lavado y ungido, enjugándolos con sus cabellos. Aquellos pies amados que había seguido con pasión, ahora taladrados. Y los había acariciado de nuevo, deseando envolver con su amor, como sudario, el cuerpo del hombre que la había hecho renacer.
Y ahora la contemplaba, tan queda, tan mansa. Diligente, con voz suave, instó a los hombres a sentarse y a acabar su almuerzo antes de decidir qué hacer. Al punto se calmaron y retomaron asiento. Miriam se acercó y su mirada se cruzó con la de la madre. María de Nazaret no recelaba de ella, como las otras, y en su rostro no se leía el desprecio. Casi, pensó con estremecimiento, casi podía atisbar una sonrisa. En los ojos de María anidaba el alba.
- Voy a ver lo que ha ocurrido –dijo Pedro, resuelto. Era el único que no se había sentado.
- Yo voy contigo –saltó Juan el impetuoso, el hijo del Trueno.
Pedro accedió con un leve gruñido y ambos tomaron los mantos. Pedro se ciñó la espada, y Miriam lo contempló un instante. Tampoco él había dormido en dos días, pensó. La rabia y el dolor arañaban su rostro. Pedro era un bravucón. Tanto se había jactado ante su maestro… y lo había abandonado, cobarde, temeroso como los demás. Sólo las mujeres lo habían seguido hasta la colina de la Calavera, hasta el suplicio final. Sólo ellas no habían temido y habían pasado entre soldados brutales y saduceos hostiles, ignorando el odio, desafiando el miedo. Ellas y el joven Juan.
- Os acompañaré –dijo Miriam, acercándose.
Pedro la miró frunciendo el ceño y se volvió, contrariado. ¿Cuándo dejaría de mirarla como a una mujer de la vida y la miraría, simplemente, como a una mujer? Juan también la observó detenidamente. Él no la desdeñaba. El amado, pensó Miriam. Ella era la amada.
¿A dónde fue tu amado, oh tú, la más hermosa de las mujeres?
¿Qué dirección ha tomado, para ir en busca de él?
La angustia les daba alas. Juan apretó el paso, Pedro se esforzaba en seguirle. Miriam caminaba, más atrás, cubriéndose la cabeza con el velo.
Cuando llegaron a la quebrada, Juan echó a correr, ágil como un gamo. Pero se detuvo junto a la roca y esperó que Pedro llegara. Miriam vio cómo ambos se agachaban y entraban en la sepultura.
Salieron con los rostros trasmudados. Miriam aguardaba, junto al tapial de piedra, bajo un almendro. Las flores habían caído hacía lunas, y las hojas ya verdeaban. Un manojo de lirios estallaba al pie del bancal. Podía sentir su levísima fragancia.
- No está –dijo Pedro, sin salir de su asombro. Miriam vio las lágrimas juguetear en sus pestañas. Lágrimas de hombre duro, pensó. Hombre duro que, sin embargo, en los dos últimos días había llorado por toda una vida.
- Hemos de avisar a los demás –exclamó Juan, súbitamente animado. Y Miriam tembló al oírlo. En sus ojos vio la luz, tan similar a la que había visto en María, la madre. Leyó el mismo mensaje en su rostro. Ellos creían.
Se alejaron presurosos. Miriam permaneció allí. Aturdida y desolada. Se acercó al sepulcro y entró. Silencio pétreo la envolvió, en la dura matriz de roca.
La sábana yacía, tal como la habían dejado, doblada en dos, envolviendo su cuerpo. Pero estaba aplanada. Y el lienzo para la cabeza había sido enrollado, apartado a un lado. Miriam respiró hondo. La fragancia de la mirra flotaba en el aire denso.
Dios mío… Dios mío.
Sólo le respondió el vacío.
Salió al pequeño huerto y cayó de bruces. Su frente rozó la tierra, las briznas de hierba tierna. El velo se deslizó por su espalda y el cabello se desparramó, cubriendo sus hombros, como manto de luto. Y rompió a llorar.
Me encontraron los centinelas, que hacen ronda en la ciudad.
¿Habéis visto al amado de mi alma?
¿Habéis visto al amado de mi alma?
La tierra crujió bajo los pasos. Alguien se acercaba. Se incorporó de golpe y lo vio. Un hombre alto, con túnica clara y el rostro cubierto por un manto.
- Señor…
Se acercó a ella. Iba descalzo.
- Señor… ¿Eres tú quien se lo ha llevado? Si has sido tú… por favor, dime dónde lo has puesto, que me lo llevaré. Te lo imploro.
Él no respondió y dio un paso más hacia ella. Entonces el manto cayó de su cabeza.
- Miriam.
El sol la inundó por dentro. Y el grito alborozado escapó de su garganta.
…hallé al amado de mi alma. Le así para no soltarlo. Le así, y no lo soltaré…
Arrodillaba como estaba, le asió las piernas con fuerza y besó los pies, aquellos pies adorados. Sus labios se posaron sobre las llagas, cerradas. Y lloró de nuevo, mientras lo aferraba con fuerza. Con el ansia de un náufrago agarrándose a un madero.
- ¡Maestro! Mi maestro…
Yo soy para mi amado, y mi amado para mí, el que pastorea entre azucenas.
Él se inclinó y le tomó las manos. Y la hizo ponerse en pie. No os he llamado siervos, sino amigos. Ella tampoco era su esclava. Era su amada. Y la abrazó. Ella lo envolvió en sus brazos, estrechándolo hasta sentir su pecho, apretado contra su seno. Hasta sentir su latido. Estaba vivo. Vivo.
Pasaron unos instantes, que ella deseó eternos. Por fin, él se apartó, suavemente. Le tomó las manos de nuevo.
- Déjame, Miriam. Aún debo encontrarme con el Padre…
Ella asintió, entre lágrimas. Él tampoco era suyo, sino de todos.
- Ve y avisa a los demás. Nos encontraremos en Galilea.
De nuevo Miriam asintió, sobreponiéndose. Galilea era tierra luminosa. Allí donde todo había comenzado. Junto al lago, entre trigales y olivos, montecillos salpicados de encina y barcas de pescador. Lejos del horror y la vergüenza de los muros de Jerusalén.
La besó. Y se deslizó de entre sus brazos. Ella cerró los ojos y se llevó las manos al rostro, aspirando, bebiendo, el aliento del hombre amado. Cuando los abrió de nuevo, él había desaparecido.
Pero ahora sabía dónde encontrarlo.
Y, esta vez, Miriam corrió gozosa.
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