domingo, abril 29, 2007

Evangelizar con la belleza

No hace mucho leí una entrevista a un conocido experto en publicidad y marcas corporativas. Afirmaba que una de las marcas más potentes del mundo, que él ponía como ejemplo en sus seminarios, es la de la Iglesia Católica. La Iglesia, decía, ha sabido crear una poderosa imagen corporativa a través de sus catedrales, su iconografía visual, su música –el órgano, los cánticos gregorianos…-, sus olores –el incienso-, y así iba citando una sucesión de elementos que, a sus ojos de entendido en marketing, han difundido una marca propia a lo largo y a lo ancho de todo el mundo.

La entrevista me dio que pensar. Hoy, ciertamente, la imagen de la Iglesia ha cambiado mucho y nos resulta mucho más familiar y sencilla. Basta ver cualquier parroquia de barrio. Tampoco faltan los detractores que lamentan que la Iglesia ha perdido el criterio artístico, su amor a la belleza y aquellos elementos que la caracterizaban. Es cierto que, hoy día, la Iglesia vive otro contexto y no puede permitirse ser mecenas de los mayores artistas y levantar edificios como las catedrales góticas o San Pedro del Vaticano. Conserva su gran patrimonio artístico y sus tesoros como herencia del pasado histórico.

Las parroquias de hoy pueden ser muy sobrias y austeras. Pero no tienen por qué dejar de ser bonitas. En el hogar más sencillo de un barrio modesto el ama de casa se afana por aromatizar el ambiente, por pintar las paredes con colores agradables, por añadir elementos decorativos. La estética no tiene por qué estar reñida con la sencillez. ¿Qué hacemos las mujeres cristianas de hoy por adecentar y embellecer nuestras parroquias

De la misma manera que buscamos la belleza y el confort en el hogar, ¿no merece la casa de Dios nuestro mimo y desvelos?

De hecho, son muchas las feligresas que, en todas partes, colaboran en la limpieza y ornamento de las iglesias. Siempre lo han hecho. Creo que toda la comunidad cristiana debería valorar y contribuir a este esfuerzo, comenzando por los propios sacerdotes. E incluso se podría pedir la ayuda de artistas o personas entendidas en arquitectura y diseño. A buen seguro que hay excelentes profesionales cristianos que pueden contribuir a crear espacios agradables, bien diseñados y modernos, que a la vez transmitan la espiritualidad del lugar y logren crear el ambiente de recogimiento deseado.

La belleza es un lenguaje que todos entienden. La Iglesia nunca debería olvidarlo. Los cánones estéticos varían, pero hay un buen gusto básico que todo el mundo puede apreciar. Para acoger a Dios, no hay edificio lo bastante bello. No escatimemos esfuerzos en cuidar la imagen de nuestras iglesias.

Al igual sucede con el lenguaje. El mensaje de la Iglesia es un tesoro riquísimo que merece la mejor campaña publicitaria, valga la expresión. El evangelio, preservando la pureza de su contenido, debe ser traducido al lenguaje de hoy, debe ser explicado con palabras entendedoras y llanas, con imágenes expresivas, con entusiasmo, con lirismo. Esta es la gran tarea de la pastoral de la palabra, encomendada a los sacerdotes, a los teólogos… pero también extensiva a los catequistas, a los formadores de grupos, a todos aquellos cristianos que deseamos comunicar la Buena Nueva.

Otro ámbito donde cuidar la estética es la liturgia. Nuestras celebraciones, sin caer en ritualismos excesivamente rigurosos, deben ser bellas y cuidadas. La eucaristía es una fiesta donde no sólo intervenimos las personas, sino el mismo Dios. Jesús es nuestro anfitrión, él nos invita. Ante este encuentro que nos sitúa en el umbral del cielo, cada detalle, cada cántico, cada frase, reviste una importancia especial. Nada hay superfluo y nada carece de un profundo sentido. En la eucaristía debe arder el calor humano y debe resplandecer la alegría, al tiempo que ha de vibrar el fervor y el esmero con que participamos en cada gesto, en cada momento.

Busquemos la belleza en la expresión. Busquemos la belleza en el entorno de la Iglesia. Para un mensaje tan grande, no podemos prescindir del más universal de los lenguajes, que llega directo al corazón: el lenguaje de la belleza. En un mundo saturado de mensajes contradictorios, donde escuchar se hace difícil y la voz de la Iglesia resulta demasiado suave en medio del griterío, la belleza es un grito que clama con la evidencia. Recordando el título de una de las encíclicas de Juan Pablo II, el lenguaje de lo bello traduce el esplendor de la verdad.

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