domingo, septiembre 14, 2008

Cuando Dios se abaja

Comentario a la carta de San Pablo a los filipenses (Flp, 2, 6-11))
"Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo... Y así, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz..."

Esta lectura de hoy es un auténtico puñetazo a nuestra prepotencia. En un momento en que la humanidad parece más cerca que nunca de dominar el mundo y desentrañar las fuerzas del universo, San Pablo nos pone ante los ojos la imagen de un Dios que se humilla.

La dinámica del ser humano es bien diferente a la de Dios. A lo largo de la historia, a medida que las civilizaciones progresan, la tendencia del hombre es la misma: apartar a Dios y erigirse como centro del mundo y la creación. La ciencia suplanta la fe, el bienestar material desplaza el crecimiento espiritual. Todas estas realidades son buenas y necesarias, y pueden muy bien convivir, pero algunas ideologías se empeñan en convencernos de que Dios sobra cuando el hombre adquiere tantos conocimientos y poder. Parece que su presencia, su mera existencia, es una amenaza a nuestra libertad. Así lo han difundido diversas corrientes de pensamiento que aún hoy influyen en muchas personas.

Hoy, en medio de una cultura global y tecnológica, el culto a la personalidad propia, a la religión del “sí mismo”, suplanta la adoración a Dios. Pero basta con abrir los ojos para comprender que esta forma de pensar no está dando buenos frutos. Junto a los grandes avances científicos y técnicos, topamos continuamente con una humanidad que sigue movida por los mismos egoísmos, instintos destructivos y avidez de poder que en épocas inmemoriales. Sin valores sólidos y sin fe, nuestra civilización va a la deriva.

Junto al hombre que se deifica, Pablo nos presenta al Dios que se empequeñece. Jesús, siendo Hijo de Dios, teniendo fuerza y poder, renuncia a él y se abaja, hasta el punto de dejarse apresar, condenar y matar de forma inicua. ¿Puede haber mayor pobreza, mayor debilidad e impotencia, que la de aquel que renuncia a defenderse y acepta su muerte?

Así lo hizo Jesús, movido únicamente por su amor. Amor al Padre, desbordante de misericordia, que en su respeto infinito hacia los hombres no levanta su mano contra ellos, ni siquiera ante las iniquidades. Y amor, no sólo hacia los suyos, que le abandonaron cobardemente, sino hacia todos. Incluso hacia sus enemigos, hacia sus verdugos. Jesús murió perdonándoles. No sólo predicó una enseñanza novedosa y radical, que rebasaba toda ley: vivió en propia carne hasta la última palabra de su mensaje.

Pero su muerte no fue en vano. Pablo acaba: “Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre”. ¡Esta es la esperanza cristiana! Adherirnos a Dios, amar sin condiciones, nos comportará dolor y humillación, como al mismo Jesús. Pero, ¿qué hace Dios con aquel que le ama hasta el límite? La respuesta de Dios ante la muerte es mucho más que devolver la vida: es la resurrección. Una vida nueva y eterna, incomparablemente más bella y plena que la vida mortal. Esta vida es, para nosotros, una promesa. Si seguimos los pasos de Jesús, amando hasta darlo todo, sabemos que será cumplida.

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