domingo, junio 10, 2007

Ser custodias vivas

La fiesta del Corpus Christi me ha llevado a hacer una reflexión sobre la hermosura de esta celebración y cuánto más deberíamos valorarla los cristianos.

Tras la procesión, acompañando la custodia, cantando al “Amor de los amores”, ese Amor con mayúscula que se nos da incansablemente, nuestro párroco nos ha invitado a vivir con hondura el sentido de esta festividad. Y nos ha exhortado a convertirnos, cada uno de nosotros, en custodias vivas, llevando a Cristo dentro de nuestro pecho, grabado a fuego su amor por nosotros.

Llevamos a Dios dentro. ¡Qué tremenda realidad entrañan estas palabras, y qué poco reparamos en ello!

Vivimos en un mundo falto de amor, sediento de ternura. Las personas languidecen, carentes de afecto, y lo buscan de una y mil maneras. De ahí la enorme fama de una conocida mujer india, Amma, que recorre todo el mundo dispensando sus abrazos y llena estadios olímpicos con miles y miles de gentes deseosas de probar un pedacito de cariño.

Esos millares de personas pagan dinero y hacen cola para recibir un abrazo. Un gesto de un instante que, en muchas de ellas, provoca un gran impacto interior.

¿Qué deberíamos sentir los cristianos, que recibimos, no un abrazo humano, sino al mismo Dios, al mismo Amor, que se mete dentro de nosotros, que se deja comer, hasta formar parte de nuestras mismas entrañas? ¿Cómo es posible que esto no transforme de arriba abajo nuestra existencia? ¿Tan endurecido tenemos el corazón?

Si lo pensamos despacio, cada comunión que recibimos es un regalo cuya inmensidad nos sobrepasa. Es un instante milagroso: Dios penetra dentro de nosotros. Y no sólo se queda allí unos segundos. Permanece siempre. Quiere empapar toda nuestra vida. No sólo podemos recibirlo una vez, sino muchas. Y siempre gratuitamente. Esa generosidad desbordante rompe los esquemas de nuestra mezquindad espiritual y quizás por eso no llegamos a valorar merecidamente su don.

Sentir y vibrar con la eucaristía pide mucha delicadeza espiritual y a menudo estamos un tanto saturados y entorpecidos, con la mente llena de nuestras preocupaciones y el corazón disperso. Hacer el pequeño esfuerzo, tan sólo, de pensar, de ser conscientes de lo que vamos a recibir, puede ser motivo de una gran alegría interior. Quien ama mucho piensa mucho, decía Santa Teresa. Seamos conscientes al menos de un atisbo de ese gran amor que Dios derrama en nosotros. Una sola gota puede cambiar nuestra vida.

No ocultemos ese gozo que nos llena. Serenamente, pero sin esconderlo, llevamos a Cristo en nuestro pecho, impreso en nuestros días y en nuestras obras. Como custodias humanas, no lo lanzamos como arma arrojadiza, ni pretendemos jactarnos de él, ni queremos imponer su amor a nadie. Pero tampoco podemos tapar esa luz. Pues son muchas las personas que la buscan y se dejarán iluminar por ella.

2 comentarios:

Janet Guerra dijo...

Qué sorpresa dar con esto!
Comparto buena parte de tus afirmaciones, durante mucho tiempo busqué por todas partes, y sólo Él me sacó de las dudas. Cada vez que me acuerdo que está conmigo, suspiro y me siento protegida. Como de vuelta a casa con el olor de mamá y el ruido de fondo del hogar de la infancia. Me siento afortunada porque lo conozco y lo reconozco.
Pero a veces hay en mí tal batalla (!).
saludos,
janet.

Anónimo dijo...

Hola, Janet, gracias por tu comentario. Sí, Dios es nuestro íntimo y profundo hogar. ¡Y nosotros el suyo! Esa batalla que dices la libramos todos. Pero tenemos a un aliado que lucha junto a nosotros, y es invencible. Ni la muerte se le resiste.
Saludos,
Montse