Recientemente celebramos en la parroquia una jornada donde los feligreses pudimos dialogar sobre la Iglesia y el futuro de las comunidades parroquiales. La preocupación por el futuro de las parroquias era muy evidente. Quedamos poquitos, somos muy mayores y las nuevas generaciones de jóvenes no parece que vayan a tomar el relevo de la fe. ¿Qué sucederá, dentro de unos años?
Sin buscar culpables ni abrigar resentimientos, es importante meditar por qué hemos llegado a esta situación. La situación de la Iglesia en nuestro país, concretamente, es consecuencia en buena parte de los acontecimientos de las últimas décadas.
Durante muchos años, la religión y la fe han sido un hecho cultural y la práctica cristiana ha sido obligada. En especial, hoy se tiende a asociar cristianismo con conservadurismo y con el régimen político autoritario que vivimos durante cuarenta años. Es una lástima, pues fue justamente en las parroquias y en algunos ámbitos eclesiales donde se fraguaron buena parte de los movimientos obreros y muchos otros movimientos sociales que contribuyeron a la transición hacia la democracia que hoy disfrutamos.
Estamos recogiendo la cosecha que en su día fue sembrada. En una época de masiva práctica religiosa se sembró abundantemente y sobre terreno bien abonado. Pero esas semillas crecieron muy frágiles. No fueron cuidadas –los fieles creyentes tenían una formación cristiana muy precaria- y, además, en muchos casos la fe se reducía a un conjunto de obligaciones y cumplimiento de los ritos. Posteriormente, con la llegada de las libertades democráticas, desaparece también la obligatoriedad de la práctica religiosa. Y esto supone un vendaval que ha barrido las parroquias. Ahora, como bien señalan muchos, siguen viniendo aquellos que de verdad quieren cultivar su fe, porque quieren, sin coacción alguna. Deberíamos valorar que este hecho, en realidad, es positivo, pues la fe de los que aún practican es auténtica y fuerte. Pero no sólo la ausencia de obligación ha aventado esa cosecha. Diversas ideologías y corrientes de pensamiento se han abatido sobre las frágiles espigas, tan poco cuidadas, que fueron sembradas. Son los pájaros, las plagas, la sequía y los caminantes que pisotean los brotes, como leemos en la parábola del sembrador. Así, los creyentes que hoy seguimos practicando y proclamando convencidos nuestra fe somos los supervivientes de esa cosecha devastada. Y seguimos en pie, firmes, no por nuestras propias fuerzas, sino porque Dios lo ha querido.
Muchos místicos y pensadores analizan el fenómeno de la crisis religiosa de hoy. Y la mayoría señalan que, lejos de ser la oposición social externa, el principal problema de la Iglesia lo tenemos dentro. Y no dentro de la institución, siquiera, sino dentro de nosotros mismos.
Tal vez hemos olvidado que lo esencial del Cristianismo es Jesús.
Tal vez hemos olvidado que Jesús es más que un hombre bueno, o que un santo entre otros tantos. Que es el mismo Dios, hecho hombre. Que vive entre nosotros. Que se aloja en nuestro corazón, si se lo permitimos…
Tal vez hemos querido hacer demasiado, llevados por el celo activista, y nos hemos olvidado de la oración.
Hemos confiado demasiado en nuestras propias fuerzas y nos hemos olvidado de la fuerza de Dios.
Quizás hemos querido hablar demasiado y hemos desplazado el silencio. Hemos aprendido a elaborar bellos discursos, pero aún no hemos aprendido a escuchar.
Se nos ha llenado la boca de palabras, pero nuestras manos están vacías y nuestro testimonio es mudo.
O tal vez es porque tenemos miedo… Miedo a ser tachados de reaccionarios, de fanáticos, de políticamente incorrectos, de extraños, de intolerantes, de anticuados o antipáticos.
Nos ha preocupado demasiado quedar bien ante el mundo y nos hemos olvidado de agradar a Dios. Y Dios nos pide bien poco. Tan sólo que trabajemos con él. En sus manos. Desde su corazón.
Nos hemos centrado en el número. “Hemos de llenar nuestras parroquias”. Nos hemos dejado deslumbrar por lo espectacular: llenemos los templos de jóvenes, hagamos cosas nuevas para atraerlos…
Hemos olvidado que Jesús nos dijo: “el Reino de Dios es como un grano de levadura en medio de la masa”. Un grumo pequeño, insignificante, pero capaz de esponjar y hacer crecer una enorme cantidad de harina.
Tal vez ése sea el futuro de las comunidades cristianas: ser levadura en la masa. Grupos reducidos, quizás, pero con una enorme vitalidad y una fe imbatible y entusiasta. Nuestra fe es exigente, y Jesús mismo vio cómo muchos de sus seguidores se echaban atrás. “Duras son esas palabras, ¿quién puede seguirlas?”. Sí, seguir a Jesús supone coherencia de vida y una ética no de mínimos, sino de máximos. Implica no conformarse con “el mal menor”, sino buscar “el bien mayor”. Nos empuja a donar, no ya nuestros bienes, sino el mayor bien, nosotros mismos. Nuestro tiempo, nuestro ser, con todas sus capacidades.
No es una religión cómoda, no, aquella que nos pide amar completamente, hasta dar la vida, incluso al enemigo. No es una religión de ritos ni de doctrinas, sino de enamorados. De enamorados, apasionados, entregados al amor de Dios.
Justamente ese mismo amor le da una fuerza extraordinaria. Porque la Iglesia no es una mera institución fundada por el ser humano, sino una familia querida por el mismo Dios. Y esta familia, que en sus inicios contó con apenas doce hombres y un puñado de mujeres, y que hoy cuenta con millones de seguidores, ¿acaso no podrá resurgir con fuerza, para ser levadura en la masa? Nuestra misión no es ser muchos ni hacer cosas espectaculares, sino fecundar la humanidad, fecundar el corazón de cada persona, para que crezca en ella todo aquello que puede llegar a ser. Desde adentro, con humildad y fe, nuestra misión es revitalizar y encender de amor a la sociedad.
domingo, julio 01, 2007
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1 comentario:
Es realmente refrescante encontrar un Blog como el tuyo.
No dejes de escribir.
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