Pocos libros hay en la Biblia tan hermosos, tan controvertidos y que hayan recibido tantas interpretaciones como el Cantar de los Cantares. Este poema, que rezuma pasión humana y al mismo tiempo se eleva hacia altas cotas de misticismo, ha sido motivo de cientos de libros, comentarios y nuevas poesías, como las inolvidables de San Juan de la Cruz.
Hoy quisiera detenerme en la mujer, la esposa del Cantar de los Cantares, la protagonista femenina de este extraordinario poema que, como flor bellísima, brota entre las páginas de la Biblia.
Creo que todas las mujeres deberíamos leer este libro, saboreando sus palabras y recordando, al tiempo que las leemos, que hay alguien que nos está amando de esta forma singular. Pongámonos en el lugar de la esposa y consideremos que el esposo es Dios. La esposa del Cantar es la viva imagen de la mujer amada. El amor, humano y físico, que se desgrana con lirismo en los versos, es un amor real y es, a la vez, eco y sombra del amor, inmenso y puro, de Dios hacia sus criaturas. Si un ser humano es capaz de amar así, ¿cuánto mayor no será el amor de Dios, que es el mismo Amor?
En el Cantar se nos desvela una dinámica muy propia del ser humano: ese juego amoroso de búsqueda y encuentro, que también se da entre la persona y Dios. En el caso de las mujeres, creo que expresa de manera insuperable la manera en que Dios ama a la mujer y la cualidad de su amor.
En este amor, es Dios –el amante -quien acude primero a su amada, la busca, la recoge, la ensalza y la colma de dones. “¡Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven!... Paloma mía que anidas en las hendiduras de las rocas, en las grietas de las peñas escarpadas, dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz. Que tu voz es dulce y encantador tu rostro”. Este fragmento resulta tremendamente conmovedor. Es Dios quien viene a buscarnos, hundidas en la oscuridad, perdidas en los abismos de la tristeza y la soledad. Y es él quien nos suplica que le hablemos y le volvamos el rostro.
La amada, a los ojos del amante, siempre es hermosa y perfecta. Así somos todas las mujeres a los ojos de Dios, un Dios enamorado de su criatura. “¿Quién es esta que se levanta como la aurora, hermosa cual la luna, resplandeciente como el sol…?” "Aparta ya de mí tus ojos, que me fascinan…”
El mismo Dios, que es fuente del amor, suplica una respuesta. Este es el Dios personal que se desvela, poéticamente, en el Cantar: un Dios que, pudiendo prescindir de ella, necesita y desea el amor de su criatura. “Ponme como un sello sobre tu corazón, ponme en tu brazo como sello. Que es fuerte el amor como la muerte y son duros los celos… Son sus dardos saetas encendidas, son llamas de Yahvé”.
Decía Pablo Neruda en uno de sus poemas: “Quisiera hacer contigo lo que la primavera hace con las flores”. Así es como Dios actúa en nosotros. Esto es lo que Dios puede hacer en la mujer que se deja invadir por su amor. Dios hace florecer a las personas que ama y que se dejan amar por él. En la Biblia, no será hasta llegar al Nuevo Testamento cuando encontraremos una figura similar a la de la esposa del Cantar de los Cantares. Es María, inundada del amor de Dios, mientras entona su Magníficat.
Hoy quisiera detenerme en la mujer, la esposa del Cantar de los Cantares, la protagonista femenina de este extraordinario poema que, como flor bellísima, brota entre las páginas de la Biblia.
Creo que todas las mujeres deberíamos leer este libro, saboreando sus palabras y recordando, al tiempo que las leemos, que hay alguien que nos está amando de esta forma singular. Pongámonos en el lugar de la esposa y consideremos que el esposo es Dios. La esposa del Cantar es la viva imagen de la mujer amada. El amor, humano y físico, que se desgrana con lirismo en los versos, es un amor real y es, a la vez, eco y sombra del amor, inmenso y puro, de Dios hacia sus criaturas. Si un ser humano es capaz de amar así, ¿cuánto mayor no será el amor de Dios, que es el mismo Amor?
En el Cantar se nos desvela una dinámica muy propia del ser humano: ese juego amoroso de búsqueda y encuentro, que también se da entre la persona y Dios. En el caso de las mujeres, creo que expresa de manera insuperable la manera en que Dios ama a la mujer y la cualidad de su amor.
En este amor, es Dios –el amante -quien acude primero a su amada, la busca, la recoge, la ensalza y la colma de dones. “¡Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven!... Paloma mía que anidas en las hendiduras de las rocas, en las grietas de las peñas escarpadas, dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz. Que tu voz es dulce y encantador tu rostro”. Este fragmento resulta tremendamente conmovedor. Es Dios quien viene a buscarnos, hundidas en la oscuridad, perdidas en los abismos de la tristeza y la soledad. Y es él quien nos suplica que le hablemos y le volvamos el rostro.
La amada, a los ojos del amante, siempre es hermosa y perfecta. Así somos todas las mujeres a los ojos de Dios, un Dios enamorado de su criatura. “¿Quién es esta que se levanta como la aurora, hermosa cual la luna, resplandeciente como el sol…?” "Aparta ya de mí tus ojos, que me fascinan…”
El mismo Dios, que es fuente del amor, suplica una respuesta. Este es el Dios personal que se desvela, poéticamente, en el Cantar: un Dios que, pudiendo prescindir de ella, necesita y desea el amor de su criatura. “Ponme como un sello sobre tu corazón, ponme en tu brazo como sello. Que es fuerte el amor como la muerte y son duros los celos… Son sus dardos saetas encendidas, son llamas de Yahvé”.
Decía Pablo Neruda en uno de sus poemas: “Quisiera hacer contigo lo que la primavera hace con las flores”. Así es como Dios actúa en nosotros. Esto es lo que Dios puede hacer en la mujer que se deja invadir por su amor. Dios hace florecer a las personas que ama y que se dejan amar por él. En la Biblia, no será hasta llegar al Nuevo Testamento cuando encontraremos una figura similar a la de la esposa del Cantar de los Cantares. Es María, inundada del amor de Dios, mientras entona su Magníficat.