La ofrenda más agradable
“Os exhorto, hermanos, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, éste es vuestro culto razonable”.
En esta frase, san Pablo nos está diciendo muchas más cosas de lo que puede parecer, y de consecuencias enormes. La primera de todas es que nos invita a presentar nuestros cuerpos como ofrenda, como hostia viva. Nos está llamando a imitar al mismo Cristo, que se ofreció, en cuerpo y alma. Parece muy osado, pero esta es la vocación de todo cristiano: llegar a entregarse, como el mismo Jesús. Y no sólo de corazón, sino en cuerpo entero. Es decir, que nuestra fe no se ha de limitar a creer, pensar y sentir, sino a comprometer toda nuestra vida, traduciendo nuestra convicción en obras.
Añade al final: “éste es vuestro culto razonable”. Este es el culto que agrada a Dios. Atrás quedan las religiones ritualistas, que buscan complacer a la divinidad mediante ostentosos sacrificios. Atrás quedan las ofrendas de oro, plata y animales. La gran ofrenda, el mejor culto que podemos rendir a Dios, es ofrecernos a nosotros mismos. Porque Dios, finalmente, más que ritos ni ceremonias, busca nuestro corazón, deseoso de nuestro amor. Así lo entendió Jesús, ofreciéndose a sí mismo hasta morir.
El ofrecimiento a Dios es mucho más que un gesto íntimo. El amor a Dios, en la fe cristiana, no se entiende si no se materializa en amor a los demás. Por tanto, esa entrega a Dios comporta una entrega a las personas: vivir velando por su bien, por su alegría, por su dignidad. El mejor culto a Dios es amar y servir a los que tenemos a nuestro alrededor.
Renovar nuestra mente
Y continúa san Pablo: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.
Esta frase es un aldabonazo a nuestra conciencia. Vivimos en una sociedad que ensalza el relativismo y rechaza la perfección. Todo está bien, todo es según como se mire… No hay verdades absolutas, el hombre es libre y nadie tiene que dictarle lo que es bueno o malo, sino su propio albedrío. Realmente, San Pablo va a contracorriente de lo que predica “el mundo”. Su advertencia es tan vigente hoy como hace dos mil años: “no os ajustéis al mundo”. Es decir, no os dejéis arrastrar por las corrientes y las modas imperantes, que olvidan a Dios y ensalzan el culto a uno mismo. Para ello, resulta necesaria esa renovación de la mente, una profunda limpieza interior para liberarnos de toda clase de influencias y dilucidar, en el silencio, qué es bueno a los ojos de Dios.
Muchas personas pueden objetar que esta exhortación es peligrosa: tras ella, pueden esconderse deseos de poder sobre la conciencia humana y un afán de lavar cerebros. Es una acusación que se vierte sobre la Iglesia, una y otra vez. Pero, ¿realmente es imposible distinguir el bien del mal? ¿Está tan alejada la conciencia humana de la visión de Dios?
Creo que, si ahondamos en lo más profundo de la naturaleza humana, encontraremos que en ella hay mucho de Dios. Descubriremos que, detrás de todo el poso cultural y filosófico que tapa el alma de las personas, existe un fondo luminoso, anhelante de libertad, de belleza, de amor y de generosidad. No es descabellado pensar que, en lo más genuino de sí, en sus impulsos más íntimos y auténticos, la persona siempre acaba reflejando a su Creador. Por eso, una conciencia limpia y profunda sabe discernir bien qué agrada a Dios, qué es acorde a la naturaleza divina y humana, qué es bueno y qué no lo es.
Hoy, muchos autores hablan de la potencia de la mente, capaz de hacer verdaderos milagros. Sí, nuestra mente es un gran don de Dios, un talento que aún nos falta por explorar. Pero no se trata de utilizarla con fines tortuosos y egoístas. Pablo nos habla de “renovación” y de discernimiento. De ahí la importancia de orar, reflexionar y hacer silencio, pues en el sosiego será donde podremos escuchar y comprender la voz de Dios.