Esposa de un hombre de fe
Como tantas otras grandes mujeres de la Biblia, Sara vive a la sombra de su tienda y de su esposo, Abraham, el patriarca del pueblo judío.
La historia de Sara y Abraham es azarosa. Se va desarrollando entre las tierras de Palestina y Egipto, siguiendo el periplo de Abraham y su tribu en su vida nómada de rico propietario ganadero. La Biblia nos resalta en todo momento una relación muy especial de Abraham con Dios, a quien habla de tú a tú, y con quien le une, no sólo la veneración debida a un Dios poderoso, sino una confianza que llega a ser entrañable.
El drama de Sara, esposa de un hombre importante, era la esterilidad. La promesa de Dios a su marido: “serás padre de un gran pueblo”, hacía aún más absurda y dolorosa su situación. Como relata la Biblia, Abraham tomó a su esclava Agar para tener descendencia con ella. Fruto de esta unión nació Ismael, padre, según la tradición, de los futuros pueblos arábigos, hermanos del pueblo judío.
Pero las cosas iban a cambiar para Sara. Siendo ya de edad madura, ella y su esposo reciben una visita un tanto especial.
El huésped
Tres hombres embozados se acercan al campamento de Abraham y piden su hospitalidad. Éste los acoge solícito e inmediatamente reconoce que es una visita extraordinaria. Es Dios mismo, en forma humana, quien acude a visitarlo. Abraham pide a su esposa que les prepare los manjares más selectos para comer.
Acabado el banquete, los visitantes misteriosos llaman a Sara y le hacen una promesa: al cabo de un año, tendrá un hijo. Sara ríe. ¿Cómo creer esas palabras, si es estéril y ya ha dejado atrás la edad reproductiva? Pero la promesa se cumple. Y Sara engendra a Isaac, el joven a quien su padre amaría entrañablemente. El mismo que Dios le ordenaría poner en sus manos, años después.
Como la de Abraham, la de Sara es una historia de fe. Ante las palabras de Dios, a veces incomprensibles, absurdas o alejadas de nuestra lógica humana, la primera reacción es de incredulidad, hasta de risa. La Biblia cuenta que Sara soltó la carcajada cuando oyó las palabras de sus invitados. Sí, el designio de Dios puede parecernos un tanto increíble, aunque éste sea bueno. Al menos, Sara ha hecho una cosa: ha acogido a Dios, ha sido hospitalaria. Y las palabras divinas se han abierto paso en su corazón, muy a su pesar. ¿Acaso tener un hijo no es lo que más desea en el mundo?
Dios conoce lo que desea nuestro corazón
Dios sabía lo que más anhelaba Sara. Así ocurre con todo ser humano. Dios conoce los secretos y los deseos más recónditos de nuestro corazón. Ni una lágrima, ni un anhelo, le es indiferente. Si estas aspiraciones nos llevan a la plenitud, ¿cómo dudar que nos las va a conceder? ¡El no desea otra cosa! Somos nosotros quienes, a veces desconfiamos. No creemos que Dios pueda ser tan magnánimo, tan generoso o tan conocedor de los entresijos de nuestra alma. Poner aquello que deseamos en sus manos es la manera más segura de conseguirlo, siempre que esto contribuya realmente a nuestro bien.
Así lo hizo con Sara, contra todo pronóstico. Lo que para las fuerzas y capacidades humanas es imposible, no lo es para Dios. ¿Puede ser imposible para quien ha creado la naturaleza humana producir en ella un pequeño cambio? Sólo el artista es capaz de retocar su obra para perfeccionarla.
Esta historia nos proporciona un poderoso aliciente ante los obstáculos que impiden nuestra felicidad o bienestar. Tal vez algunos de ellos son fácilmente solucionables. Otros nos parecerán imposibles. ¿Cómo cambiar nuestro carácter, nuestra propia naturaleza, nuestros defectos, nuestra historia? No es necesario. Dios puede hacer milagros y hacer brotar flores hasta del desierto. Sí, también en nosotros Dios puede hacer maravillas. De lo estéril, Dios puede sacar fruto abundante. Con Dios, nuestras miserias y debilidades pueden producir actos de nobleza y heroísmo humano. Nadie está excluido. Pero Dios es un huésped sumamente gentil y educado. Si no lo invitamos a pasar, como hicieron Abraham y Sara, si no lo dejamos entrar en nuestro hogar, jamás forzará la entrada ni nuestra respuesta. Dios sólo intervendrá en nuestra vida si se lo permitimos. Sólo fecundará nuestro jardín interior si le abrimos la cancela. Eso sí, una vez esté dentro, nos asombraremos ante lo que pueda ocurrir. Pues nosotros pedimos favores y gracias con medida humana, y él da con medida de Dios: inabarcable, inesperada, magnificente.
El cambio de nombre
En la historia de Abraham y Sara se da un hecho que vale la pena explicar. Ambos personajes eran llamados, inicialmente, Abram y Saray. Desde el momento en que comienza su relación más estrecha con Dios, éste mismo les cambia los nombres por los nuevos de Abraham y Sara. El nombre, en la cultura hebrea, es importante. No sólo distingue a una persona de otra: el nombre expresa su identidad y su mismo ser. El cambio de nombre equivale a cambio de persona. Es decir, después de que Dios pase por sus vidas, Abram y Saray ya nunca serán los mismos. Serán un hombre y una mujer nuevos. Así sucede con todo aquel cuya vida se ve sacudida por el soplo de Dios. Su aliento, como dice un hermoso salmo, renueva la vida y la faz de la tierra. También renueva y hace renacer por dentro a la persona que se abandona en sus manos y confía en su amor.
Como tantas otras grandes mujeres de la Biblia, Sara vive a la sombra de su tienda y de su esposo, Abraham, el patriarca del pueblo judío.
La historia de Sara y Abraham es azarosa. Se va desarrollando entre las tierras de Palestina y Egipto, siguiendo el periplo de Abraham y su tribu en su vida nómada de rico propietario ganadero. La Biblia nos resalta en todo momento una relación muy especial de Abraham con Dios, a quien habla de tú a tú, y con quien le une, no sólo la veneración debida a un Dios poderoso, sino una confianza que llega a ser entrañable.
El drama de Sara, esposa de un hombre importante, era la esterilidad. La promesa de Dios a su marido: “serás padre de un gran pueblo”, hacía aún más absurda y dolorosa su situación. Como relata la Biblia, Abraham tomó a su esclava Agar para tener descendencia con ella. Fruto de esta unión nació Ismael, padre, según la tradición, de los futuros pueblos arábigos, hermanos del pueblo judío.
Pero las cosas iban a cambiar para Sara. Siendo ya de edad madura, ella y su esposo reciben una visita un tanto especial.
El huésped
Tres hombres embozados se acercan al campamento de Abraham y piden su hospitalidad. Éste los acoge solícito e inmediatamente reconoce que es una visita extraordinaria. Es Dios mismo, en forma humana, quien acude a visitarlo. Abraham pide a su esposa que les prepare los manjares más selectos para comer.
Acabado el banquete, los visitantes misteriosos llaman a Sara y le hacen una promesa: al cabo de un año, tendrá un hijo. Sara ríe. ¿Cómo creer esas palabras, si es estéril y ya ha dejado atrás la edad reproductiva? Pero la promesa se cumple. Y Sara engendra a Isaac, el joven a quien su padre amaría entrañablemente. El mismo que Dios le ordenaría poner en sus manos, años después.
Como la de Abraham, la de Sara es una historia de fe. Ante las palabras de Dios, a veces incomprensibles, absurdas o alejadas de nuestra lógica humana, la primera reacción es de incredulidad, hasta de risa. La Biblia cuenta que Sara soltó la carcajada cuando oyó las palabras de sus invitados. Sí, el designio de Dios puede parecernos un tanto increíble, aunque éste sea bueno. Al menos, Sara ha hecho una cosa: ha acogido a Dios, ha sido hospitalaria. Y las palabras divinas se han abierto paso en su corazón, muy a su pesar. ¿Acaso tener un hijo no es lo que más desea en el mundo?
Dios conoce lo que desea nuestro corazón
Dios sabía lo que más anhelaba Sara. Así ocurre con todo ser humano. Dios conoce los secretos y los deseos más recónditos de nuestro corazón. Ni una lágrima, ni un anhelo, le es indiferente. Si estas aspiraciones nos llevan a la plenitud, ¿cómo dudar que nos las va a conceder? ¡El no desea otra cosa! Somos nosotros quienes, a veces desconfiamos. No creemos que Dios pueda ser tan magnánimo, tan generoso o tan conocedor de los entresijos de nuestra alma. Poner aquello que deseamos en sus manos es la manera más segura de conseguirlo, siempre que esto contribuya realmente a nuestro bien.
Así lo hizo con Sara, contra todo pronóstico. Lo que para las fuerzas y capacidades humanas es imposible, no lo es para Dios. ¿Puede ser imposible para quien ha creado la naturaleza humana producir en ella un pequeño cambio? Sólo el artista es capaz de retocar su obra para perfeccionarla.
Esta historia nos proporciona un poderoso aliciente ante los obstáculos que impiden nuestra felicidad o bienestar. Tal vez algunos de ellos son fácilmente solucionables. Otros nos parecerán imposibles. ¿Cómo cambiar nuestro carácter, nuestra propia naturaleza, nuestros defectos, nuestra historia? No es necesario. Dios puede hacer milagros y hacer brotar flores hasta del desierto. Sí, también en nosotros Dios puede hacer maravillas. De lo estéril, Dios puede sacar fruto abundante. Con Dios, nuestras miserias y debilidades pueden producir actos de nobleza y heroísmo humano. Nadie está excluido. Pero Dios es un huésped sumamente gentil y educado. Si no lo invitamos a pasar, como hicieron Abraham y Sara, si no lo dejamos entrar en nuestro hogar, jamás forzará la entrada ni nuestra respuesta. Dios sólo intervendrá en nuestra vida si se lo permitimos. Sólo fecundará nuestro jardín interior si le abrimos la cancela. Eso sí, una vez esté dentro, nos asombraremos ante lo que pueda ocurrir. Pues nosotros pedimos favores y gracias con medida humana, y él da con medida de Dios: inabarcable, inesperada, magnificente.
El cambio de nombre
En la historia de Abraham y Sara se da un hecho que vale la pena explicar. Ambos personajes eran llamados, inicialmente, Abram y Saray. Desde el momento en que comienza su relación más estrecha con Dios, éste mismo les cambia los nombres por los nuevos de Abraham y Sara. El nombre, en la cultura hebrea, es importante. No sólo distingue a una persona de otra: el nombre expresa su identidad y su mismo ser. El cambio de nombre equivale a cambio de persona. Es decir, después de que Dios pase por sus vidas, Abram y Saray ya nunca serán los mismos. Serán un hombre y una mujer nuevos. Así sucede con todo aquel cuya vida se ve sacudida por el soplo de Dios. Su aliento, como dice un hermoso salmo, renueva la vida y la faz de la tierra. También renueva y hace renacer por dentro a la persona que se abandona en sus manos y confía en su amor.